Reflexiones a partir de la serie ‘Adolescencia’ (Netflix)
Hay ficciones que atraviesan como una verdad. Adolescencia, la miniserie de Netflix basada en hechos reales, es una de ellas. No porque la historia sea nueva —un adolescente de 13 años acusado de asesinato—, sino por la crudeza con la que expone lo que muchas veces no queremos ver: el abandono.
Jamie: el abandono antes del crimen
Jamie no es solo un chico que cometió un crimen. Es un chico que no encontró a nadie que lo viera antes. Ni en casa, ni en la escuela, ni en el sistema de salud mental. Es un chico que fue silenciado, ridiculizado, culpado por sentir y dejado solo, una y otra vez. Mirar para otro lado: la escena relatada por ambos en diferentes capítulos de la serie en la que su padre lo abandona tras una burla masiva en el campo de fútbol es más que un episodio doloroso: es un símbolo. Un niño buscando consuelo y recibiendo indiferencia. Del tema no se habló en casa luego, porque daba vergüenza al padre. Jamie sintió que era despreciable, tanto que ni su padre podía mirarlo….Como si tuviera que ganar o ser popular para ser mirado por su padre, o en todo caso tuviera que poder solo.
Pero ningún adolescente puede sostenerse solo. El “yo” no se arregla en soledad, y menos a esa edad. Necesitamos ser mirados, validados, acompañados. Jamie no encontró nada de eso. Lo que encontró fue violencia, etiquetas, y un entorno incapaz de hacerse preguntas. Como si fuera más fácil reducirlo a “monstruo” que preguntarse qué nos está diciendo con su sufrimiento.
Lo que nos negamos a ver
Desde la psicología sabemos que las conductas más extremas suelen ser un grito. Y Jamie gritó muchas veces antes del crimen. Gritó con su retraimiento, con sus dibujos, con sus gestos desconectados. Nadie respondió.
En algún momento, ante tanto vacío, primó su instinto de supervivencia. Y se convirtió en agresor para no ser víctima. Para dejar de ser el que recibe los golpes y pasar a ser quien los da. Es una forma distorsionada —pero comprensible— de intentar sobrevivir. Lo trágico es que, incluso después, nadie lo mira como un chico que quiso ser visto. Salvo, quizás, en esa escena donde le suplica a la psicóloga evaluadora: “¿No te gusto?”. Esa pregunta —tan inocente, tan desesperada— es el corazón del asunto.
¿Dónde estamos los adultos?
Y es justamente ahí donde ocurre lo más devastador: la psicóloga, lejos de acoger esa vulnerabilidad, corta el vínculo de manera abrupta, con una frialdad casi quirúrgica. No hay contención, ni mirada humana. Solo procedimiento. Y eso lo desestabiliza del todo. Porque incluso quien parecía estar allí para escucharlo termina rechazándolo, como todos los demás. Es otro abandono más. Otro golpe. Otra puerta cerrada.
Lo más duro es que esto no es una excepción. El bullying es habitual. El abandono también. Y no solo el abandono visible y extremo, sino el más sutil: ese que ocurre cuando los adultos están, pero no están presentes. Cuando no se escucha, cuando no se valida, cuando no se tiene tiempo. Lo vemos cada día en las aulas, en los hogares, en los pasillos de los centros de salud, en el transporte público. Niños y adolescentes a la intemperie emocional, sin nadie que los mire de verdad.
Y todo esto ocurre en una etapa de fragilidad extrema. Desde que nacemos hasta que llegamos a la adultez —y esto se alarga mucho más allá de la adolescencia temprana— somos como jarrones de barro fresco. Todo lo que nos toca deja marca. Una palabra, una burla, un gesto de desprecio o de indiferencia puede hundirse en el barro y quedar ahí para siempre.
Adolescencia y salud mental: una llamada de auxilio
¿Cómo tratamos algo tan frágil? ¿A gritos? ¿A empujones? ¿Con exigencias desmedidas? ¿Con ironía, sarcasmo, o directamente con silencio?
Lo que más duele no es el crimen. Es el vacío anterior. Ese desierto afectivo donde el adolescente queda a la deriva, sin brújula, sin comunidad, sin manos tendidas. Una sociedad que le exige funcionar, pero no le ofrece pertenencia, afecto sostenido, conexión auténtica y sincera.
A Jamie le falló la sociedad entera.
Y cada vez que un adolescente comete un crimen o se quita la vida, deberíamos detenernos a preguntar:
¿Qué nos está pasando como sociedad?
¿Dónde estábamos todos cuando ese chico todavía pedía ayuda en silencio?
Porque no es solo su historia. Es la nuestra.
Y estamos fallando todos.